EN BUSCA DE UN LENGUAJE PARA EL DESARROLLO SOSTENIBLE
Gustavo Wilches-Chaux
Presentación
Los textos que a continuación se presentan, fueron publicados por primera vez en la cartilla ¿Y qué es eso, Desarrollo Sostenible? de Gustavo Wilches-Chaux (1993), e ilustraciones de Julián Andrés Rivera, con el auspicio del Departamento Nacional de Planeación de Colombia, el Consejo Regional de Planificación CORPES de la Amazonía y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Constituyen la recopilación de una serie de herramientas metodológicas y conceptuales tendientes a facilitar la construcción de alternativas de desarrollo sostenible que parten de la "mitología cotidiana" y de la experiencia inmediata de las comunidades colombianas, con las cuales el autor ha trabajado durante más de quince años en la exploración conjunta de caminos posibles hacia la educación ambiental y la prevención de desastres. En el presente año, la Fundación para la Educación Superior (FES) de Colombia, publicará La Letra con Risa Entra, un nuevo texto de Wilches-Chaux sobre los temas citados.
La mencionada cartilla se divide en dos partes: LA TIENDA, de la cual hemos extraído los cuentos titulados "El Duende" y "El Caos y el Orden"; y la TRASTIENDA, una "caja" con 26 herramientas, de las cuales son un ejemplo el resto de los textos de Wilches-Chaux que se transcriben en este capítulo.
Wilches-Chaux ha venido trabajando también con énfasis en la divulgación de la Teoría del Caos y de los principios de la Geometría de Fractales, como herramientas que pueden manejar las comunidades colombianas para la comprensión y la transformación de su realidad. El cuento "El Caos y el Orden", constituye un ejemplo de este trabajo.
El Duende
En La Cuchilla nadie se acuerda bien desde hace cuánto vive gente en esas lomas, ni hace cuántos años comenzó a formarse el pueblo al pié de la quebrada, ni desde cuándo sabe la gente que hay que construir y sembrar a cierta distancia del agua, para que cuando lleguen las lluvias y suba la quebrada, no se lleve las cosechas y las casas.
Hasta los más viejos recuerdan historias que les contaban sus abuelos, que a su vez habían oído historias de sus propios abuelos: historias todas que habían sucedido allí, en esos filos que rodean La Cuchilla y que le dan su nombre al pueblo, o en la hondonada, o en los montes que cubren el nacimiento de la quebrada.
La llegada a La Cuchilla no es fácil. Tampoco es fácil sacar las cosechas al mercado. La línea pasa por arriba, por la carretera, pero de allí a La Cuchilla toca entrar a pié o en bestia loma abajo, porque no hay buen camino ni puente para que los carros crucen la quebrada.
Esa tarde la noticia corrió rápido, como corren en La Cuchilla todas las noticias importantes: habían visto a Julio bajar por el camino rumbo al pueblo. La información alteró especialmente a las muchachas.
Julio es de esos que se pierden durante meses. Que se van a coger café al Quindío o a jornaliar al Valle (una vez fue a dar a Venezuela), y que súbitamente aparecen con pinta, con grabadora, con bicicleta engallada, con plata.
Pero esta vez Julio, además de un reloj que parecía una caja de pomada, de un anillo con una piedra roja, de una cadena dorada y de un aparato extraño y grande que le colgaba de la espalda, traía una propuesta en grande: echarle motosierra a la montaña. Él había hablado con gente que compraba la madera y daba buena plata.
De hecho, eso era el aparato extraño y grande: una motosierra. Varios muchachos se agolparon alrededor de Julio cuando la prendió de un solo jalonazo y empezó a traquear y a echar humo como desesperada. A la señora Erminda si no le hizo la menor gracia que Julio, para demostrar los poderes del aparato, hubiera reducido a astillas, en un abrir y cerrar de ojos, un asiento de palo que se había quedado junto a la puerta de su casa.
"Que cómo así que echarle motosierra a la montaña", dijo Braulio indignado. Porque don Braulio era de esos que se contentaban con nada, de esos que viven en el pasado. Pero es que en La Cuchilla de esos como don Braulio había varios. Y allí estaban, porque Dios los cría y ellos se juntan: don Euclides, que no dejaba cortar ni un sólo palo de la cañada; don modesto; la señora Tránsito, que se pasaba la vida recogiendo semillas y sembrando árboles; la señora Rosario; y doña Erminda, que con seguridad se oponía porque seguía brava por el asiento serruchado. Hasta don Arturo Canencio había bajado a caballo de la finca para asistir a la reunión que citó Julio en la escuela. Como que ninguno de los viejos le comía cuento al progreso.
Pero en cambio entre los jóvenes la propuesta de Julio no parecía descabellada. Qué objeto tenía dejar esa montaña quieta haciendo nada. Esas lomas además eran tierra de nadie.
"¡ Cómo que de nadie !", dijo la señora Gregoria que también estaba allí, y que nadie pensó que hubiera oído nada porque todo el mundo creía que estaba sorda.
"Cómo que de nadie si en esas montañas vive el Duende", siguió diciendo la señora Gregoria. Pero lo demás que dijo no se le oyó, porque todos los muchachos soltaron una carcajada, y porque Julio volvió a prender la motosierra en medio de los aplausos.
"Del Duende nos encargamos con esto", dijo Julio amagando con la motosierra y como tumbando de raíz un árbol imaginario.
"Pues a ustedes les dará mucha risa", dijo don Arturo Canencio después de que Julio apagó el aparato, "pero yo sé de más de uno a quien el Duende lo volvió sapo por haberse atrevido con la montaña."
"Pues aquí hay más de un viejo sapo", dijo agresivo un muchacho que tenía una camiseta de Rambo. Los demás comenzaron a croar como ranas. Más carcajadas.
"Yo sí le oí a mi mamá contar muchas historias del Duende", les decía en voz baja la señora Tránsito a don Modesto y a la señora Rosario mientras salían de la reunión muy callados, como derrotados. "Yo sí oí de casos de gente que subía a echarle hacha a la montaña y que nunca volvía a aparecer, o que aparecía pero con la cabeza perdida, o convertida en sapo o en culebra."
"Eso era cuando la gente grande iba a maltratar la montaña", dijo la señora Rosario. "Porque cuando el Duende se llevaba niños, juntos hacían toda clase de pilatunas, como tejerles trenzas en las crin a los caballos, pero a los niños no les hacía daño."
"Pues yo no iba a contar nada, pero les cuento", susurró don Modesto. "Cuando yo tenía cuatro años el Duende me llevó como una semana y después aparecí trepado en la copa de un árbol. Nunca me volví a divertir tanto."
Mientras tanto, frente a la escuela, Julio daba instrucciones para formar una cuadrilla que empezaría el día siguiente a talar la montaña. Sobraban los voluntarios.
"Pero antes hay que asistir al velorio del Duende", dijo duro el de la camiseta de Rambo, como para que oyera bien don Arturo Canencio que en ese momento se estaba montando al caballo.
El Caos y el Orden
El Caos ...
Cuando comenzó a llover pensé que iba a alcanzar a llegar al Diviso, pero a los dos minutos parecía que estuvieran echando el aguacero con baldes.
Entonces cargué la bicicleta, la pasé por encima del cerco al otro lado, y yo me arrastré por debajo del alambre y me metí a escampar al cafetal de don Armando.
Afuera ni se veía la carretera por la cantidad de agua. Adentro se oían los truenos y sonaba el aguacero al golpear contra las ramas más altas, pero bajo los árboles caía una llovizna ligera, más bien escurría el agua lentamente por entre las hojas y los arbustos y los troncos.
Mientras esperaba a que escampara, cafetal adentro vi unos naranjos cargados. Recosté la bicicleta contra un árbol y me fuí a coger una naranja. Había bastantes: estaba seguro de que una no le haría falta a don Armando. Era una naranja pequeña pero jugosa, dulce, sana. En la mochila guardé otra, para más tarde.
Como seguía lloviendo, comencé a recorrer el cafetal: además de los palos de café, había piñas, matas de plátano, cachimbos, guabos, gallinas escarbando el suelo, una bimba con cría, unos arbustos de achiote, un árbol de sauco, árboles de limón, de lima, de naranja agria, todo como mezclado. En el suelo crecían distintas yerbas. Yo no sé mucho de eso, pero distinguí algunas medicinales. El cafetal colindaba con una parcela de maíz, y más allá con otra más grande de caña. Don Armando sacaba panela y de vez en cuando guarapo. En otra vuelta de la carretera, el cafetal estaba separado del camino por matas de cañabrava.
Me senté sobre la hojarasca, junto a un guabo, a pelar la otra naranja. El suelo era blando. Comencé a escarbar con una mano: bajo las hojas superficiales había otras, descompuestas. Había hongos, raicillas, insectos, lombrices, gusanos. Después el suelo se volvía una masa negra, como tierra fresca.
Si uno se ponía de oficio a oír, a pesar de los truenos y la lluvia, oía el canto de los pájaros. Y si se ponía de oficio a ver, los veía aletear o volar entre las ramas de los árboles.
Así me quedé un rato largo, viendo saltar las gotas de agua desde una hoja alta hasta una más baja, una por una, hoja por hoja, gota por gota. Algunas alcanzaban a llegar al suelo, que se las chupaba. Me quedé respirando el aliento del monte después de las tempestades.
Porque eso era el cafetal de don Armando: un monte. Desordenado. Caótico. Como los montes de verdad, los que crecen en la parte alta de la montaña o en el hueco por donde pasa la quebrada.
Regresé a donde había dejado la bicicleta y salí otra vez a la carretera. Bajo el cafetal seguía cayendo agua, lenta, cadenciosamente. Afuera había escampado, pero la carretera había quedado llena de charcos. Metí las botas del pantalón entre las medias y me fuí pedaleando despacio, tratando inútilmente de evitar las salpicaduras de barro.
El Orden ...
Llevo como una hora pedaleando, y a lado y lado de la carretera las mismas hileras de café, rectas, infinitas, como en un desfile, como marchando.
Los mismos hombres con bombas fumigadoras a la espalda combatiendo plagas, aplicando fertilizantes, reemplazando lo que antes hacían el suelo, los guabos, las hojas secas, las lombrices, los gusanos, las aves.
A don Roberto Quinceno y a otros vecinos sí los convencieron de que cambiaran sus cafetales de siempre por esos que dan más cosechas en el año, de esos que resultan más rentables.
En cambio a don Armando no: cuando le dijeron que para sembrar esas nuevas variedades había que quitar los árboles, cortar los guabos y los frutales, dejar el suelo destapado, don Armando dijo que no, que él a esos "cultivos limpios", como los llamaban, no les jalaba. Que bien que mal su cafetal le había dado para vivir, y que cuando el precio del café estaba malo, él ahí compensaba con las frutas, con el maíz y con la caña; que los árboles no sólo le daban frutas y sombra, y servían para que anidaran los pájaros que mantenían controlados los insectos, sino que además le daban leña, y que él mantenía las gallinas sueltas durante el día comiendo lombrices en el cafetal, entre las matas, y que la caca de las gallinas también ayudaba a abonar el suelo, y que si él tenía una urgencia del cuerpo, pues allí se esconde detrás de un árbol, como se había escondido también, cuando la violencia, una vez que trataron de matarlo. Y que más no dijo ese día don Armando, que ya se estaba poniendo como bravo.
Porque además, como cuando a don Armando le daba por ser terco era como una mula atravesada, dijo que a cuenta de qué iba a comprar abonos químicos y pesticidas para fertilizar el suelo y controlar las plagas, si en su cafetal nunca había necesitado de tanta pendejada.
"Pues porque ese cafetal suyo no es rentable", le explicó el técnico que habían mandado para promover la sustitución de cafetales. "En cambio el otro le va a dar más cosechas, más plata, don Armando".
"Y yo qué gano si esa plata se va a ir en comprar todos esos productos químicos que hay que echarle para que produzca", le dijo don Armando. "¿Y si se vuelve a dañar el precio del café, qué? Ese cafetal suyo no me va a dar otros productos con qué ayudarme."
Pero el técnico no le dijo nada, porque es mejor no discutir con gente tan terca como don Armando.
Y es que don Armando acabó teniendo razón: don Roberto Quinceno le contó un día que él vivía empeñado, que cada día esas "aguapanelas", refiriéndose a los plaguicidas, eran más débiles o las plagas más bravas, pero que lo cierto era que cada vez tenía que meter más plata en fumigantes y en abonos, porque también el suelo cada vez producía menos si no se mantenía fertilizándolo.
Yo iba allí, en mi bicicleta, acordándome de esas discusiones que se formaron cuando se promocionó la sustitución de los cafetales tradicionales, y que acabaron ganando los partidarios de los "cultivos limpios" y "más rentables", cuando comenzó a tronar y empezaron a caer esos goterones que anuncian que se viene un aguacero: un diluvio de esos que en media hora arrastran el cielo al suelo.
Pero me tocó seguir pedaleando bajo el agua y los rayos, porque en los cafetales "limpios" tampoco había dónde escampar.
Hubiera preferido estar comiéndome una buena naranja en el cafetal de don Armando.
La capacidad de autorregulación de los ecosistemas
Cuando "soltamos" el modelo clásico de sanitario que se usa en las ciudades, el tanque que contiene el agua queda desocupado. El "flotador" o "bomba" que hay dentro del tanque desciende hasta el fondo, con lo cual abre una válvula que permite nuevamente la entrada del agua. A medida que el agua va subiendo, el "flotador" o "bomba" también se va elevando, hasta que el tanque queda lleno y el "flotador" llega a un nivel en donde "ordena" que se cierre la válvula para que entonces deje de entrar agua al tanque.
El anterior es un ejemplo muy sencillo de sistema autorregulado. Los sistemas vivos, desde nuestros propios cuerpos hasta el planeta Tierra entero, pasando por los distintos ecosistemas, también son autorregulados. Esta capacidad de autorregulación que poseemos los sistemas vivos, recibe el nombre de homeostasis.
Cuando hace mucho calor, por ejemplo, nuestros poros se abren y comenzamos a sudar para eliminar calorías en cada gota. Cuando hace mucho frío, en cambio, nuestros poros se contraen, y si el frío es demasiado, comenzamos a tiritar como una forma "automática" de calentarnos. La cultura nos ha proporcionado medios adicionales de autorregulación u homeostasis, como los ventiladores frente al calor y el abrigo frente al frío. De esa manera, la temperatura de nuestros cuerpos se mantiene estable sin importar la temperatura externa.
Un ejemplo de autorregulación en los ecosistemas naturales y agroecosistemas lo encontramos en la forma como dos comunidades animales, una de mariposas y otra de aves, se mantienen bajo control mutuamente. Es una simplificación de la forma como se evita la aparición de plagas en la naturaleza sin necesidad de intervención humana. Cuando la población de mariposas es alta, habrá mucho alimento para las aves y en consecuencia aumentará la población de estas. Al aumentar el número de aves ejercerán mayor presión sobre las mariposas, cuyo número se reducirá. Al reducirse las mariposas, habrá menos alimento disponible para las aves, con lo cual su población también se disminuye. Al disminuir las aves aumentará la población de mariposas, como resultado de lo cual habrá más alimento para las aves, cuyo número aumentará ... y así sucesivamente. Algo similar sucede con los precios de los productos agrícolas, como el fique. Cuando el precio está bajo, los campesinos no vuelven a sembrar, debido a lo cual el fique escasea y el precio sube. Los campesinos entonces se entusiasman y empiezan a sembrar otra vez, aumenta la oferta de fique y los precios vuelven a bajar. Entonces dejan de sembrar, el fique disminuye y etc., etc.
Los economistas llaman a este fenómeno la "Teoría de la Telaraña".
Hay dos conceptos estrechamente ligados al concepto de autorregulación de los sistemas: la realimentación (o retroalimentación) positiva y la realimentación (o retroalimentación) negativa.
Si a un muchacho le gusta una muchacha, y un día el muchacho se decide y le dice una frase amable, y la muchacha le contesta con otra frase amable, y entonces al otro día el muchacho le lleva un regalo y ella le dice que por qué no va a visitarla a la casa, y así se van haciendo cada vez más amigos y se van enamorando, tenemos un ejemplo de realimentación positiva en una relación de pareja. Cada acción del muchacho encuentra una reacción positiva de la muchacha, que anima al muchacho a seguir adelante en su empeño.
Si cuando el muchacho le dice la primera frase amable a la muchacha, ella le contesta con una grosería y el muchacho, en consecuencia, no vuelve a dirigirle la palabra, porque se da cuenta de que no es la persona que quisiera tener a su lado o con quien quisiera entablar una relación, tenemos otro ejemplo de realimentación positiva.
¿Cómo que positiva, si la reacción de la muchacha fue negativa?.
Sí, pero la respuesta del muchacho a esa reacción negativa también fue negativa.
Cuando una reacción provoca una respuesta en la misma dirección, hablamos de realimentación positiva.
En el primer caso, a una reacción positiva de la muchacha, siguió una respuesta todavía más positiva del muchacho: llevarle un regalo. En el segundo caso, una reacción negativa de ella, motivó una respuesta todavía más negativa de él: no querer volver a saber nada de la muchacha.
Hablamos de realimentación negativa, cuando una acción o una información provoca una respuesta en sentido contrario. Por ejemplo, en el caso del sanitario, la información que recibe el sistema a través del flotador, de que ya el tanque está lleno, provoca en el sistema la respuesta de cerrar la válvula para que no siga entrando agua. Es decir, que mientras más agua haya en el tanque, menos agua va a seguir entrando.
En cambio cuando el tanque queda vacío y el flotador se baja hasta el fondo (y así le informa al sistema que ya no hay agua en el tanque), la respuesta del sistema es abrir la válvula. Es decir, que mientras menos agua haya en el tanque, más agua va a entrarle.
Cuando en un ecosistema aumenta el número de insectos de los cuales se alimentan las aves, aumenta la población de aves: realimentación positiva.
Cuando aumenta la población de aves, disminuye el número de insectos: realimentación negativa. Cuando disminuye el número de insectos, disminuye el alimento para las aves y, en consecuencia, también disminuye la población de aves: realimentación positiva.
Cuando disminuye el número de aves, entonces vuelve y aumenta la población de insectos: realimentación negativa.
En esa telaraña compleja y dinámica de inter-relaciones que son los ecosistemas, la autorregulación se lleva a cabo a través de múltiples combinaciones, también complejas y dinámicas, de realimentaciones positivas y negativas.
Unas impulsan el cambio en los ecosistemas, otras mantienen bajo control ese cambio para que las relaciones no se desborden.
Si, por ejemplo, en un ecosistema existe una determinada planta de la cual se alimenta una mariposa, pero la cantidad de ejemplares de esa planta es limitada (lo cual significa que el alimento disponible para las mariposas también sea limitado) y además en el mismo ecosistema viven unos pájaros que se alimentan de esas mismas mariposas, las poblaciones se controlan mutuamente.
Si de pronto resulta que esa planta adquiere un valor muy importante en el mercado y alguien decide cortar todas las demás especies vegetales que antes existían en el ecosistema (acabar la biodiversidad) y hacer un gran monocultivo de esa planta, va a aumentar la disponibilidad de alimento para las mariposas. Pero además, como se eliminaron todos los árboles, los pájaros que se alimentaban de esas mariposas no van a tener en dónde hacer sus nidos y van a emigrar hacia otras regiones.
Al aumentar las mariposas (realimentación siempre positiva) sin que existan otras formas de ponerle límites a la población de mariposas porque los pájaros emigraron (desaparece la realimentación negativa), las mariposas se convertirán en plagas. Y como el ecosistema perdió su capacidad de autorregulación, será necesario acudir a medios externos, como los plaguicidas químicos, con las consecuencias que ya conocemos.
La cultura y la autorregulación de los ecosistemas
Muchas veces los mecanismos de autorregulación de ese sistema que se forma por la interacción entre la comunidad humana y los ecosistemas naturales, funcionan a través de elementos típicamente culturales, expresados a través de mitos y leyendas.
Cuando se afirma que una montaña pertenece al "Duende", o que algunas especies de animales o de plantas son sagradas, y que quien dañe la montaña o quien corte o mate algún individuo de esas especies será castigado por sus poderes "sobrenaturales", muy seguramente se están expresando, a través de las creencias populares, los conocimientos sobre la naturaleza y sobre lo que se puede y no se puede hacer con los ecosistemas, acumulados a lo largo de muchas generaciones de convivencia con el ambiente. Las comunidades que viven en estrecha relación con su medio no hablan necesariamente de ecología, de autorregulación ni de homeostasis, pero saben exactamente qué tipo de actividades humanas pueden dañar su capacidad de vivir en un ambiente determinado, o la capacidad de la naturaleza para sostener esa comunidad humana.
Los habitantes de la región andina colombiana suelen criticar, como un gran defecto, lo que consideran la "pereza" o la falta de "iniciativa empresarial" de las comunidades negras de la Costa Pacífica (y de otras comunidades), sin comprender que si el mismo ritmo de explotación a que han sido sometidos los ecosistemas de montaña (y que en la mayoría de los casos ha sido nefasto para la naturaleza y para las mismas comunidades) se hubiera aplicado en el Chocó Biogeográfico, hoy no quedaría absolutamente nada de esas que se consideran unas de las selvas más ricas en biodiversidad de todo el planeta.
La pérdida de la identidad cultural de las comunidades, la sustitución de los conocimientos y valores ancestrales, el olvido de los mitos y de los rituales a través de los cuales esos mitos y conocimientos se expresaban, van haciendo cada vez más vulnerables a las comunidades, es decir, menos capaces de vivir en un medio ambiente determinado y más débiles frente a los fenómenos de la naturaleza.
La cultura moderna ha tratado entonces de reemplazas los mitos y leyendas que antes regulaban las relaciones entre las comunidades y los ecosistemas, con conocimientos científicos (que son muy importantes) y con normas legales, como el Código Ecológico o las normas constitucionales (que también son importantes). Sin embargo, la mayoría de las veces ni unos ni otras son tan efectivas, porque mientras los conocimientos científicos y las normas legales se encuentran en los libros y los códigos, los mitos se encuentran en el alma misma de las gentes, se aprenden en las charlas con los abuelos o se beben en la leche materna.
Es decir, son parte de la gente, y lo que forma parte de uno no se olvida con facilidad.
Los Desastres
Volvamos al apartado donde se habla de la capacidad de autorregulación de los sistemas. Allí utilizábamos como ejemplo de un sistema autorregulado el tanque de un sanitario, que posee un dispositivo (el flotador) que le permite saber cuándo está lleno el tanque y cerrar automáticamente la válvula para que no siga entrando agua.
Si a ese flotador se le abre un hueco y se llena de agua, no podrá subir a mediada que suba el agua dentro del tanque y, en consecuencia, no podrá indicarle al sistema que debe cerrar la válvula. El agua seguirá subiendo y terminará por rebosarse. Nos encontramos frente a un pequeño desastre, que puede llegar a ser grave dependiendo de las cosas que se dañen por la inundación de la casa.
Cuando el sistema de autorregulación se descompone, un fenómeno natural para el tanque, como es la entrada de agua, se convierte en un riesgo. Decimos también que el sistema se ha vuelto vulnerable frente a ese riesgo. Vulnerable significa lo mismo que débil. Un sistema es vulnerable frente a un riesgo, cuando es incapaz de ajustarse o de transformarse para evitar que la presencia de ese riesgo se convierta en un desastre para el sistema.
Una casa a la cual le han removido el techo es vulnerable frente a la lluvia, y un aguacero puede convertirse en un desastre para sus habitantes.
Los suelos que han perdido la cobertura vegetal representada en bosques, pastos o vegetación de páramo, son vulnerables frente al sol, el viento y el agua. Allí pueden ocurrir desastres como la erosión, la sequía, las inundaciones y los deslizamientos, por no citar las hambrunas que afectan a cientos de miles de seres humanos porque sus suelos han perdido la capacidad de producir alimentos.
Una costa que ha perdido sus manglares es vulnerable a las tormentas tropicales, a los huracanes, a las marejadas, a los fenómenos relacionados con la corriente de El Niño y a la "ola" que se produce como consecuencia de los maremotos.
Un ecosistema que ha perdido su biodiversidad es vulnerable a las plagas, pierde su capacidad de autofertilización, comienza a depender de los abonos químicos; y las comunidades que lo habitan se vuelven vulnerables a los cambios climáticos y cada vez más dependientes de factores externos a su propio desarrollo.
Hay otros desastres ligados a la pérdida de la biodiversidad, tan grandes como los anteriores: la pérdida de identidad de las comunidades, de sentido de pertenencia, de alegría, de significado.
Por eso se habla de una crisis de uniformidad.
Un avance importante de la nueva Constitución nacional colombiana fue reconocer y proteger la importancia de la diversidad étnica (o sea de razas) y cultural de la nación colombiana (artículos 7, 68 y 70), y la diversidad e integridad de los ecosistemas (artículo 79).
Como parte de un mismo proceso coevolutivo (o de evolución conjunta entre las comunidades humanas y los ecosistemas) que llevó a la formación de distintas culturas, se fueron desarrollando, de manera íntimamente ligada a las características del medio, las diferentes expresiones de la cultura humana. La "diversidad cultural", de la cual forma parte la diversidad genética producida culturalmente a través del cultivo y de la cría de plantas y animales, se convirtió entonces en expresión y consecuencia de la biodiversidad, hoy también amenazada: "A partir de 1900, según los expertos, ha desaparecido aproximadamente una tribu de indios brasileños por año. Casi la mitad de los 6,000 idiomas del mundo pueden extinguirse en los próximos 100 años. De los 3,000 idiomas que se espera que sobrevivan durante un siglo, casi la mitad no durarán probablemente mucho más".(1)
En muchas ciudades colombianas podemos notar esa crisis de uniformidad: los lugares tradicionales, los sitios históricos que encerraban la memoria de la comunidad, han sido demolidos para construir los mismos edificios, las mismas avenidas, los mismos locales comerciales, en donde venden las mismas prendas de vestir, los mismos juguetes y las mismas comidas de las mismas marcas. Son ciudades o sectores de ciudades que huelen igual, que sienten igual. Si conocemos uno de esos sectores, podemos decir que los conocemos todos.
NOTAS
WRI, UICN, PNUMA, Estrategia Global para la Biodiversidad, 1992. Pág. 9.